Aparcamiento libre a porrillo, ni una blusa anudada a la cintura ni un pañuelo rojo al cuello, sombras donde elegir, percepción nítida del trino de los pájaros... Fuentes Blancas ha pasado la mañana como cualquier otro domingo de verano. Ninguna pista de que si la covid-19 no hubiera desbaratado el guion allí se estaría celebrando el Día del Burgalés Ausente y despidiendo las fiestas de San Pedro. Ni rastro de peñistas sudando la gota gorda frente a la parrilla, ni el sonido de dulzainas mezclado con la canción del verano, ni el vuelo de la falda de la Gigantilla ni el jurado del Concurso del Buen Yantar valorando el virtuosismo, o no, de los cocinillas. Nada. Ningún nostálgico se ha dejado caer (por lo menos a la hora de la comida) por el aclamado parque, clásico escenario del punto y final de los Sampedros. Su lugar lo han ocupado los domingueros.
Familias de celebración, compatriotas de países ajenos brindando por el reencuentro, jóvenes expertos en arrumacos sobre la hierba, andarines y ciclistas han sustituido a peñistas, fieles del chorimorci y descendientes de burgaleses en cuyo honor se articula esta jornada.
Mónica, ecuatoriana, con una cerveza en la mano, a unos metros de la barbacoa, lo suficientemente cerca para dejarse envolver por su aroma y lo suficientemente lejos para escapar del calor del fuego, tuvo que pensar qué era eso del Burgalés Ausente. Ella integraba una comitiva distinta, formada por una docena de miembros de tres familias que se reunían por primera vez tras el confinamiento.
Unos metros más allá, varios grupos de cumpleaños, unos niños a remojo en una piscina portátil, mesas repletas de viandas... Pero nada de aglomeraciones, ni tropezones ni colas en las barras.
Aunque sí se temió un arranque de nostalgia e incluso la Hermandad de Peñas, igual que hiciera con la jira del Parral, instara a no acudir, los peñistas, con la blusa en el armario, hicieron otros planes. DB.
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