Era un texto muy sonado y sin embargo entró casi de puntillas, a medio gas. Los grupos políticos municipales tardaron años en ponerse de acuerdo para dar forma a la Ordenanza de Movilidad y no fue hasta finales de 2019 cuando, tras un pacto entre el PSOE y Ciudadanos, el Pleno Municipal dio su visto bueno. Entró en vigor el 24 de enero de 2020 sin que apenas nadie notara el cambio. Las bicis seguían evitando la calzada por el respeto a un tráfico demasiado hostil. De hecho, tuvieron que pasar muchos meses hasta que fue efectiva la reducción de la velocidad en las calles de un solo sentido de circulación a 30 kilómetros por hora. La información a los burgaleses quedó reducida a unas decenas de trípticos y carteles en los mupis. La ciudad no estaba preparada para este cambio y, según la mayoría de los colectivos, sigue sin estarlo. El Ayuntamiento está estudiando cómo mejorar el texto, pero ciclistas, peatones, motoristas y repartidores tienen claro que lo que faltan son infraestructuras.
La ordenanza nació con la vitola de ser una norma vanguardista en materia de movilidad sostenible. El problema, observa Alberto Fernández, del colectivo Burgos con Bici, es que la ciudad no tenía los cimientos necesarios para ponerla en práctica. «En lo que se refiere al colectivo ciclista, prácticamente nos empujaron a bajarnos a la calzada sin darnos la seguridad suficiente. El circuito del carril está incompleto y no se ha hecho nada desde entonces al margen del pequeño tramo de El Plantío», sostiene. A eso se sumó el decreto de Alcaldía que configuraba las llamadas áreas de tráfico restringido, lo que dificultaba la permeabilidad por el centro histórico.DB
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